Después de una mañana bastante ajetreada, la urraca se posó
en una ventana del centro de la ciudad. Aún llevaba el pico manchado
de restos de yema de huevo. Acababa de volver de lo que podía haber
sido el último viaje de su corta y aburrida vida. Mientras picaba los
huevos de una granja y empezaba a saborear su fantástico desayuno,
un granjero con una larga barba la descubría y le gritaba mientras
tiraba piedras que no cumplían su objetivo. Las pequeñas piedras
viajaban a cámara lenta mientras giraban con fuerza. Por suerte, la
urraca tenía la suficiente inteligencia y agilidad para escapar de allí
con vida, aunque una piedra de unos diez gramos estuvo a punto de
impactar contra su ala derecha.
Las plumas blancas y negras comenzaban a brillar gracias a
los primeros rayos de sol de la mañana. Con su pico afilado ras-
caba suavemente el ala que había estado a punto de ser mutilada
y, poco a poco, aliviaba el picor que tanto le molestaba. Pensó que
necesitaba un descanso y se posó en la ventana de los edificios
próximos.
De pronto, la ventana se abrió dando paso a una señora mayor
y bastante supersticiosa y comenzó a hacer aspavientos con las manos
y a gritarle a la urraca que se fuera a otra parte. El pobre pájaro soltó
un leve graznido y voló hacia el sur.
Allí, en la ventana de una sexta planta, miró su reflejo en
el cristal cuando, de pronto, alguien entró en la habitación. Era
Marcos, un niño de doce años, que aquella mañana tampoco ha-
bía querido ir al colegio. Estaba solo en casa mientras sus padres
trabajaban. La urraca le observaba atentamente sin hacer el más
mínimo movimiento.
Marcos lloraba desconsolado mientras arrancaba una hoja de
su cuaderno de matemáticas y cogía un bolígrafo negro del lapicero
que tenía encima de su escritorio.
Echó un vistazo a su dormitorio antes de sentarse a escribir
aquellas palabras tan duras en aquel simple trozo de papel. Una carta
que ningún niño debería escribir.
La habitación estaba bastante recogida para un chico de su
edad. Había dejado la cama hecha y recogido la poca ropa que tenía
en la silla y encima de su cama. Quería que su madre estuviera orgu-
llosa de él. Miró por última vez los pósteres de sus películas favoritas
recordando su gran sueño de ser director de cine. Un sueño eclipsado
por el dolor que sentía.
Y empezó a escribir.
Lo siento mucho. No puedo soportarlo más. No quiero vivir en
un mundo que no me acepta tal como soy. No quiero vivir en un mun-
do que me insulta, me hace daño y no me quiere.
Sé que os voy a hacer muchísimo daño, pero no puedo seguir lu-
chando. Sé que lo hemos hablado muchas veces y me habéis intentado
ayudar y me habéis dicho, una y mil veces, que no haga caso a esos
niñatos y que me centre en lo que de verdad me gusta. He intentado
centrarme en el arte, pero todo está envuelto en oscuridad. Siento que
estoy mal…
Y no solo tengo que aguantar el daño que me hacen en clase.
Todo el mundo me odia y se ríe de mí… Sobre todo, después de aquel
famoso vídeo que salió hace unos días. No quiero vivir con tanto odio
a mi alrededor. Yo trato a todo el mundo bien y solo recibo odio.
Solo tengo la esperanza de que al otro lado… solo espero que la
muerte sea mejor que esta horrible vida. Lo único que quiero es des-
cansar en paz.
Es muy duro ser alguien diferente en este mundo.
De verdad que lo siento, papá, mamá…
Os quiero mucho,
Marcos
Secó con la yema de sus dedos las lágrimas que se habían derri-
bado sobre el papel con la intención de borrar aquellas duras palabras.
Dejó el papel en el escritorio, le puso el capuchón al bolígrafo y lo dejó
a un lado. Se dirigió lentamente hacia la ventana de su cuarto como si
se tratase de una especie de ritual que necesitase un tiempo lento.
La urraca no salió volando, sino que, simplemente, se apartó a
un lado de la ventana como si quisiera ponerse en primera fila para
ver el espectáculo que estaba a punto de comenzar.
Marcos lloraba mientras permanecía sentado en aquel bordillo
lleno de polvo. Miró hacia arriba y un ligero vértigo le perturbó por
unos segundos. El sol brillaba como nunca y la mañana prometía. Le
vinieron a la cabeza los pocos amigos que tenía en el colegio.
«¿Qué pensarán cuando se enteren de lo que había hecho? —
pensó—. ¿Llorarán?».
No podía retrasar más aquello. Pronto alguien lo vería y lla-
maría a la policía o a los bomberos. Tenía que hacerlo antes de que se
arrepintiera. Ni siquiera fue consciente de que tenía a una urraca a
su lado. Contó hasta tres y, dando un pequeño empujoncito con sus
jóvenes manos, saltó al vacío.
Dicen que cuando estás a punto de morir tu vida pasa por de-
lante de tus ojos a una velocidad extrema. Pero mientras caía, Marcos
descubría que aquello era mentira. Lo que en realidad veía en aque-
llos escasos segundos que le faltaban para morir, era la vida que podía
haber tenido: no habría vivido del arte, pero se habría enamorado de
un artista; tendría una familia feliz junto a su chico y dos perritos de
raza beagle; iría a terapia constantemente para superar el bullying y el
daño que le provocaba la sociedad y lo superaría; acabaría casándose
tras seis años de relación.
Y… Marcos aterrizó en el suelo abrazando a la muerte en el acto.
Todo el mundo empezó a acercarse al cuerpo inerte mientras
la sangre se abría camino en la acera. Nadie podría hacer nada por
Marcos. Ya no.
Mientras todo ocurría, la urraca, por fin, abandonó la ventana
de aquella casa que pronto se llenaría de gritos de dolor y llantos de
unos padres destrozados.
Desgraciadamente, Marcos no fue la única víctima a causa de
aquel horrible vídeo que apareció en las redes de la noche a la maña-
na. En él se podía ver a un chico maltratado y humillado. Ese chico
fue asesinado minutos después de que le grabasen en terribles condi-
ciones. Álvaro apareció en todas las noticias por un tiempo y provocó
ira, dolor y rabia en sus amigos y familiares, dejando atrás a una ma-
dre que devoraba sus cenizas y rozaba la locura, a unas amigas rotas
de dolor y a un ex que lo había traicionado.
La noticia del crimen se fue extinguiendo lentamente y parecía
que todo el mundo la había olvidado. Hasta que meses después, Mer-
cedes, la madre de la víctima, apareció en televisión y pidió ayuda de
nuevo.
Los asesinos de Álvaro contraatacaron aquella entrevista su-
biendo el vídeo del chico sufriendo y las redes y televisión volvieron
a arder de nuevo.
La policía no consiguió encontrar el origen de aquel vídeo,
pero sí lograron eliminarlo pocos días después de su salida. A raíz
de aquello, las agresiones de homofobia aumentaron un cuarenta y
dos por ciento. Se había creado una especie de caza de brujas en el
país. Nadie que perteneciera a la comunidad LGTB podía estar cien
por cien tranquilo: agresiones en colegios, de noche, a plena luz del
día… Para colmo, algunos partidos políticos tampoco ayudaban y la
sociedad parecía estar infectada de odio.
Con unos tres millones de reproducciones, el vídeo había provo-
cado cientos de agresiones, una decena de crímenes y varios suicidios.
Marcos, por desgracia, sería el primero de varios adolescentes que ele-
girían quitarse la vida antes de seguir aguantando ese sufrimiento.
Otra de las víctimas que decidió quitarse la vida fue Raúl. El
joven de veintidós años hacía meses que formaba parte de los pa-
cientes de Alfonso y sus amigos. Su foto, junto a sus datos personales
y su informe, estaban guardados en una carpeta azul en el almacén
de los padres de Beca. Llevaba meses encerrado en casa y con miedo
de lo que le pudieran hacer esos salvajes. En este caso, Luis y Beca se
encargaban de que no se saliera del camino que le marcaban.
Ahora Luis estaba desaparecido, pero eso no impidió que Jorge
y Beca celebraran la muerte de Raúl como si fuera un gran triunfo, a
pesar del fracaso que suponía perder a un paciente.
Aquel vídeo, de poco más de dos minutos, había vuelto a reac-
tivar la sed de venganza, el dolor y la rabia.